Sine die

No sé por qué escribo. Dije que no volvería a hacerlo hace semanas y aquí estoy otra vez. El verde que irradia por la ventana cada mañana es cada vez más difícil de digerir. Va a hacer un año desde la primera vez que dije que quería romper con la vida que llevaba. Con él y mi entorno. 

Hay decisiones que nos marcan porque nos hieren al tomarlas. Hay decisiones, que ni siquiera están preconcebidas y que vienen porque tienen que pasar. Porque ese camino que tienes que hacer te llevarán a otro lado. 

A lo largo de mi corta vida he tomado decisiones y otras han venido porque sí. Cuando decidí tener una pareja, crearme mi futuro académico, trabajar, hacer amigas, irme a vivir sola, viajar y muchas otras cosas más. Pero otras no las llegué a aceptar nunca y sin embargo se pusieron por el medio. Fueron esas decisiones que se implantan por error, porque te equivocaste, porque malintepretaste algo o tomaste una decisión incorrecta. Y todo eso conlleva a la pérdida inmediata de muchas cosas de las que seguro, no hubieres decidido que marchasen. No calculaste bien la acción y se te fue todo a pique.

Meses después de haber ignorado muchas cosas, porque debes hacerlo a menos que no quieras seguir tocando fondo, empiezas a despertar y a ver, qué ha quedado de toda la batalla. Qué trozos quedaron todavía ahí y que restan para empezar otra vez a montarte. En mi caso, no quedó nada salvo uno. Se llama Raül y es mi primer amor. Hoy no resta como tal, sino como alguien que sin que le pida nada y a decirme dónde va cada pieza, me hace recordarme en voz bajita cómo fui yo antes que toda la batalla comenzase. 

Mi madre suele decirme que la gente que un día se fue, nunca vuelve. Desgraciadamente no he podido aprender ese mecanismo de defensa que mi madre creó justo después de la marcha de muchos seres queridos, entre ellos, mis abuelos. Siempre pienso en la gente que se fue, no porque sea masoca de nacimiento, sino porque creo que todo el mundo nunca acaba de irse. Nunca es un adiós crónico a menos que mueran diciéndolo. Las personas no marchan, sólo se alejan. Se alejan para no sufrir más daños colaterales o más inseguridades. Se alejan por distintos motivos, pero no se van. 

Yo he conocido dos tipos de lejanías, las que se alejan porque lo he decidido yo y las que se alejan porque así lo han decidido ellas, pero sin embargo, si algo me han enseñado las dos es que son totalmente complementarias. "Dos no se alejan si uno no quiere", es una frase que llevo pensando días. Cuando dos personas se alejan es porque las dos lo quieren o lo necesitan. 

Me alejé de mis amigas porque lo necesitaba y ellas porque querían. Llevaba equivocándome mucho tiempo y no sabía ya qué era lo que estaba bien hecho. Necesitaba romper con todo lo que me venía haciendo daño durante meses, y así lo hice. Y aquí estoy ocho meses después. No he ido a picar a ninguna puerta. Ninguna es ninguna. Ni la de Celia, el nombre de amistad que llevaba durante años gravado en mi cabeza. No he ido a picar a su puerta básicamente porque no he sabido qué decir. Todo el mundo necesita tiempo. Y yo he necesitado el suficiente como para empezar a mover cosas y volver a construir. No he luchado con ellas sino conmigo misma, en cada punto, agonizando en cada sutura en la que hería, tachando días para que el tiempo pasase. 

Las decisiones que tomamos precipitadamente, sin pensar, sin vacilar ni un solo momento, son las que nos dejan algún tiempo en coma y sin saber reaccionar. Las que una vez despiertas, no tienes mucho más a hacer que empezar por donde lo dejaste pendiente y acercar a aquellas personas que decidieron alejarse. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario